MORAN EN SU CASA, ABRIL DE 1992
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Charla de NESTOR PINSON
publicada en la página webb TODOTANGO
En la calle Cádiz, a metros de la avenida Francisco Beiró,
al lado de una casita de barrio, una puerta y, tras ella, una angosta escalera
que tuerce hacia la izquierda. Sólo escucho la voz de una mujer que insiste
para que suba. Es la esposa de Alberto Morán. Llevan treinta años juntos. Se
llama Marga Fontana, cancionista. Luego de los saludos y alguna otra cuestión,
sentados ya alrededor de una mesa, comencé a con mis preguntas al mítico
cantor. El conjunto de sus respuestas componen la historia que transcribo a
continuación:
«Nací en Italia, en 1922, y a los cuatro años ya estaba en
Buenos Aires con mis viejos, Ernesto Recagno y Catalina Gamalero. Uno de tantos
que querían hacer la América, como se decía entonces. En realidad tratar de mejorar
la vida simple y humilde, todavía de pos guerra. Mi viejo era albañil y aquí
vivía un tío suyo, muy rico que le dio algún trabajo pero lo verdugueaba, lo
trataba mal, desde entonces les tengo bronca a los de mucho dinero.
«Fuimos a vivir a Senillosa y Zelarrayán, cerca de la cancha
de San Lorenzo. Con gran esfuerzo me envió a estudiar, el primario lo hice en
dos escuelas, una en la calle Monte al 3700, hoy allí se levantó un club, el
América del Sur. Después vino el secundario, en un comercial que estaba en
Pichincha y Belgrano. Me pasé la niñez jugando al fútbol en el Parque
Avellaneda. Mi viejo se iba temprano a buscar laburo, algo fijo, llevaba un
paquetito con un sandwich de milanesa. Volvía al atardecer, cabizbajo. Cuando
se instala el peronismo nos fuimos a vivir a Valentín Alsina, se acabó lo de
llevar la milanesa, consiguió trabajo en la fábrica Campomar. Viví una infancia
dura, difícil, como hoy la pueden vivir los pibes de algunas zonas del país.
«Aparte del fútbol, nos poníamos a cantar con un pibe de
apellido Marano que llevaba una guitarra y se las arreglaba. Otro, traía un
cancionero, El Canta Claro, y yo cantaba lo que pidieran. Entonces todo era
tango. Cuando estaba solo me subía a una higuera, allí estudiaba un poco y otro
poco cantaba. Por la radio escuchaba a Carlos Gardel, Agustín Magaldi, Oscar
Alonso, pero mi ídolo era Francisco Fiorentino, por esa forma cariñosa que
tenía para expresarse.
«Empecé a cantar en cumpleaños y fiestas. Y un día me invitó
un club. Me puse un seudónimo, Alberto Román. Fue en Avellaneda y el
presentador, un tipo conocido de la radio, Francisco Duca, se equivocó y dijo
Alberto Morán. Me gustó y lo dejé así.
«Comencé en 1941, a cantar con una orquesta del barrio que
dirigía Alberto Las Heras, en el Palermo Palace que era un salón conocido.
Después, gané un concurso, el premio era un contrato por un mes en el salón
Bonpland que estaba cerca y recibí unos pesos. Pasé un año con Las Heras.
Entonces, nos llama el encargado del Café El Nacional por un reemplazo. Luego
de la actuación, el hombre me propuso integrar el conjunto de Cristóbal
Herreros que ese día no pudo presentarse. Así empecé a trabajar todos los días
y con un sueldo. Me iba bien, cantaba cualquier cosa, lo que viniera, no estaba
formado, pero mi nombre empezó a sonar y, una noche, me dicen que varios
músicos de Osvaldo Pugliese vinieron a verme; Enrique Camerano, Osvaldo
Ruggiero, Jorge Caldara ¡una locura! Fueron por un encargo del maestro. Les
gusté y me propusieron ser compañero de ellos.
«Primero lo consulté con Herreros que me confesó que «¡Sabía
que te iban a robar!» o algo parecido. Pugliese tenía la idea clara del cantor
que necesitaba para ser la contraparte de Roberto Chanel, de estilo parejo y
recio. Me pidió una media voz, que no era lo mío, y cuando lo intenté, qué se
yo, me salió algo parecido a lo que después fue lo mío.
«Mi debut ocurrió en el Club Maratón, en el Once. Recién de
profesional estudié un tiempo con el maestro Otto Berger, que me enseñó algunas
trampitas que luego me sirvieron. De música nada, pero he tenido buen oído, no
desafinaba. Lo que gustaba al público era mi interpretación, vivir cada
historia, yo sufría, temblaba, transpiraba, cantaba mejor en el escenario que
cuando grababa.
«Mirá, en mis años con Pugliese, aunque muchos no lo crean,
sufrí bastante. Gocé con el público, sí, pero después... en el ambiente
tanguero siempre hubo envidia. El único director que disfrutaba con el éxito
del cantor fue Aníbal Troilo, lo aseguro. Los demás querían que su cantor hiciera
un gol, pero cuando lo hacían ¡cómo les dolía!, incluido Pugliese. Nunca una
palabra de aliento, todo muy triste. Tus propios compañeros te tiraban al
medio. Los músicos nunca aceptaban el éxito del cantor. A mí director pude
ablandarlo con cariño y lealtad, pero cuando ya me iba, le dije: «Esto es una
manzana troesma, está llena de gusanos».
«Eso de estar en cana, por lo menos en mi época, se lo
inventó. Yo nunca me enteré, después no sé. Cuando no venía decían que estaba
preso, pero con Caldara al piano salíamos adelante. Atención, preso no estaba,
andaría en una plaza chamuyando con una mina». (Poco tiempo después de esta
aseveración, su hija Beba lo reconoció en un reportaje en la revista Tango XXI)
«Durante sus ausencias, sobre el piano ponían una rosa roja.
Luego eso de la cooperativa. En ella llegué a tener un punto más que Pugliese,
pero era repartir la miseria. Ahora, él es rico y nosotros —hasta sus
alcahuetes—, terminamos todos sin un mango, aunque reconozco que varias
columnas del hipódromo de Palermo se pagaron con mi dinero. También fue
verdugo, cuando yo andaba medio mal de la voz, me hacía cantar por ejemplo “El
abrojito”, que obliga mucho, y él le daba más fuerte al piano, hasta que una
vez se lo dije: «Cuando estoy mal nunca más me lo haga», no dijo nada.
«Después de Pugliese me largué solo, la orquesta me la
dirigía Armando Cupo, los medios no nos daban bola, pero el público una
barbaridad, siempre a salón lleno, hicimos carnavales en Huracán, en
Independiente, en el Provincial de Rosario, que no acostumbraba a contratar
tangueros. Le sacábamos gente a Troilo a Carlos Di Sarli; una vez aparecieron
sus cantores, Jorge Durán y el Gordo Podestá para ver qué pasaba. Morán con
Cupo pasaba. Nunca nos hicieron un reportaje, esa fue en lo personal, mi mejor
época, me sentía respaldado, la orquesta al servicio del cantor. Cupo fue un
buen tipo, mantuvimos una buena relación. Luego el tango cayó del todo, a
partir de 1960 ya no fue lo mismo.
«Fuera del tango, me casé a los 32 años, la relación duró
poco tiempo pero alcanzó para que naciera Roxana —que incursionó en el tango
pero fue inteligente y se retiró— y Guillermo Alberto, hoy bancario, que me dio
un nieto. Aparte de cantar, otra cosa no supe hacer. Tuve una peluquería para
mujeres en Nueva Pompeya, que le puse Pasional de nombre, luego una cantina El
Abrojito, con Gatica (el boxeador) en la puerta como atracción. Escribí algunas
letras, por ejemplo, con música de Camerano: “No quiero perderte”; en
colaboración con Mario Soto, “Mientras quede un solo fueye” y con Reinaldo
Yiso, “Un tormento”.
«En una época, me quedaba con amigos en un bar y, cuando ya
no había nadie, uno tocaba la guitarra y los demás cantábamos. Un amanecer se
aparece un tipo bien borracho, me encara y me dice: «Morán, tengo un tango y
quiero que usted me lo cante». «Es un plomo, rajalo...» —dijo uno—, «No,
dejalo, quiero ver que trae». Apenas me lo pudo canturrear: «Bebiendo paso la
vida...» me entusiasmó y se lo llevé a Pugliese, la música se la silbé, fue
“Frente a una copa”, a él no le gustaba que se hicieran bises, pero cada vez
que lo cantaba en los bailes tenía que acceder, el borracho era Elías Wainer.
«Mirá, a esta altura de mi vida te puedo decir que la
envidia y la maldad están en todas partes, es para asustarse. El menos pensado
la trae escondida. Ya no quiero más reportajes, ¿para qué?, soy un tipo común.
Un tipo que sintió y sigue sintiendo el tango a su manera. El ambiente nuestro
nunca fue sincero y eso me lastima. El día que me muera quisiera que ningún
diario o revista dijera nada de mí. Ni una línea. Como cualquier tipo que gozó
y sufrió y pasó por la vida. Eso quiero. ¡Ah! Y que nunca le hizo mal a nadie».
Fuente: TODOTANGO.
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